Una mujer en un muelle

Por Gabriela Ruiz Agila

@GabyRuizMx

Le dije a papá que tomaría un autobús para pronto irme. Tenía pocas horas de haber regresado de una reportería en Manta. Llegué exhausta. Era más que la rutina: solicitar documentos, verificar nombres y fechas, cargar de pruebas la memoria. Era 2017, el hastío frente a la indiferencia del prójimo por la violencia y la muerte contra los otros. 

En una audiencia pública, los vecinos de El Aromo y Bajo de Afuera denunciaron las amenazas y los atentados de los que fueron víctimas por enfrentar al gobierno. La construcción de la Refinería del Pacífico se imponía en las tierras comunales como un gran paso al progreso. ¿Y nadie puede detener el progreso?  ¿Por qué la lucha de los otros por su tierra y libertad no estaba en los grandes titulares de la prensa?

Un editor sin duda espera la develación de la novedad en el reportaje, pero lo cierto es que no hay nada que falte decir sobre el hecho de que vivimos en un país de injusticias. Toqué las puertas de ese gran y elegante edificio de la petrolera, hice mis preguntas, me escoltaron a la puerta. En mi mente traía presente cómo hubo gente que murió atacada por perros en una noche del mar Pacífico. 1.500 millones de dólares costó la deforestación de 600 hectáreas de bosque seco tropical para dinamitarlo y reducirlo a un campo plano. 

Una mañana estaba de pie en uno de los muelles públicos. Salí a caminar y a llenarme de brisa los pulmones porque llegaba la hora de contar. Ahí, una mujer sentada junto a unos baldes, aguardaba como si el terremoto del 2016 debiera volver. “Buenos días”, le dije.  Pregunté si ayer el tiempo fue más cálido y quería confirmar si por lo general, eran nubladas las tardes en ese mes. Estibadores cargaban y descargaban mercaderías y mariscos.  Descargaban toneladas de sol, de un coche a un remolque, de unos brazos a otros.

“Yo he sufrido mucho en la vida” – me contó con una vocecita dulce y llena de furia. “Tomo varias medicinas al día. Paracetamol, diabetes, tristeza crónica. ¡Vea! – aparecieron sus manos con un puñado de cajas y pastillas. “Mi padre era un hombre muy malo. Me quemó de niña. Me lanzó una olla de agua hirviendo y me hizo esto…”. Se descubrió el cuerpo y solo sus senos interrumpían el retorcido papiro de su piel encarrujado desde su pecho hasta su brazo izquierdo. Las dos nos abrazamos. Éramos las únicas mujeres de pie en el muelle. Un abrazo devastaba las esquinas de este mar.

Yo estaba exhausta. Mi papá me llevó a la central de autobuses. Antes de despedirme, me contó que me había soñado. “Ganabas la lotería” – me dijo. Una vez más repetí en voz alta que debía irme.  Subiendo al autobús, escuché el silbido de papá a lo lejos y voltee. Me encontré con su sonrisa brillante que se posó sobre mi cara donde la brisa de Manta caló hasta hacerme llorar.  Levantó su mano despidiéndome. Usé mi nombre y mi ruido blanco para desaparecer.  

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Gabriela Ruiz
Investigadora en prensa, estudios migratorios y derechos humanos. Ha colaborado como articulista y cronista para diversos medios impresos y digitales del país. Ganadora del Premio Nacional de Periodismo Eugenio Espejo; segundo lugar en el Concurso Nacional de Poesía Ismael Pérez Pazmiño; entre otros. Madame Ho en literatura.

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