“EL CURA DIJO QUE SERÍA HASTA QUE LA MUERTE NOS SEPARE”
“EL CURA DIJO QUE SERÍA HASTA QUE LA MUERTE NOS SEPARE”
El esposo de Mayra la amenazó con un cuchillo apuntando a su cuello. Fueron ocho años los que ella aguantó abusos y violencias. El último año fue el peor. Mayra (nombre protegido) es una mujer de 43 años. Cuando tenía 21 se casó con Josué (nombre ficticio). Del matrimonio nacieron tres hijas y un hijo. En 2009, él perdió su empleo en una empresa y ella empezó a trabajar en un hospital. Se convirtió en el sustento económico del hogar. La mujer recuerda que a partir de ese año, durante la convivencia su marido desaparecía por días y cuando dormía a su lado, no podía estar tranquila porque sentía desagrado y pánico. “Mis hijos crecían y enfrentaban conmigo todos los maltratos”, dice antes de respirar hondo y contar la historia completa. Sus hijas tenían 17, 15 y 13 años, y su hijo 6. Cuando este último nació, el padre empezó a consumir drogas. “La violencia inició de a poco, primero con gritos, enojos constantes y humillaciones. Yo me sentía como si fuera de su propiedad”, explica una abatida Mayra. La idea de pensar que sus hijos iban a crecer sin una figura paterna la aturdía todo el tiempo y sobre todo, la posibilidad de criarlos sola.
María Isabel Cordero, subdirectora de la fundación Sendas que trabaja a favor de los derechos humanos, indica que la violencia psicológica comprende gritos, manipulación, humillación, acoso y más acciones que afectan la estabilidad emocional y afectiva de la víctima. “Es de las violencias más comunes y las más difíciles de percibir por lo normalizada que está en la sociedad. Otros tipos de violencia hacia las mujeres, como la física, la patrimonial o económica, la laboral y la sexual, se presentan de forma paulatina”, señala. Mayra se convirtió sobre todo, en una víctima de violencia patrimonial, pues con la liquidación del trabajo de su exmarido, compraron celulares, computadoras, una lavadora y un televisor. Pero en algunas de sus tantas desapariciones, los bienes también desaparecieron. “Vendía las cosas para costearse su adicción. Una vez, incluso se llevó el dinero para pagar la renta de nuestro departamento”, asegura. Según los datos de 2019, del Instituto Nacional de Estadísticas y Censos, INEC, en Ecuador, 43 de cada 100 mujeres han sufrido algún tipo de violencia, de las cuales, el 14,5 por ciento fueron víctimas de violencia patrimonial, que hace referencia a toda acción donde el agresor afecta la supervivencia económica de la mujer. La venta de los bienes familiares y el consumo de drogas se hicieron cada vez más frecuentes y Mayra internó a Josué cuatro veces en una clínica de rehabilitación. Cuando salió la última vez, la situación no mejoró y los sentimientos de inferioridad por su desempleo se hicieron notar en episodios de celos recurrentes hacia los compañeros de trabajo de su esposa.
LElla recuerda el 2016 como “el peor de los años”. Todavía afectada cuenta que su segunda hija acudió a terapia con una psiquiatra y durante la cita enfrentó a su padre que la había acompañado. La profesional, testigo del hecho impidió la salida de la menor del consultorio hasta que la madre fuera a retirarla. “Me dieron un ultimátum: me encargaba de la situación o el Estado se hacía cargo de mis hijos”, afirma. La abogada María Daniela Ayala escribe en su artículo titulado ‘Patria Potestad y Alimentos’: “los niños, niñas y adolescentes en Ecuador, como grupo de atención prioritaria poseen varios derechos humanos específicos a su edad, muchos de los cuales corresponden a la vez con obligaciones que tienen los padres. No es extraño que entre estos derechos, los que presentan más conflicto y accionan más comúnmente el sistema de justicia ecuatoriano sean aquellos relacionados con su cuidado y protección, donde en la ausencia de garantías, el Estado puede intervenir y velar por el cumplimiento de estos derechos, entre ellos asumir la patria potestad por violencia en el círculo familiar”.
Por su parte, Yolanda Padilla, colaboradora de la fundación María Amor, agrega que “todas las mujeres deben vivir libres y con vidas dignas, ejerciendo sus derechos y velando que se cumplan los de sus hijos e hijas”. Luego del incidente en el consultorio de la psiquiatra, Josué desapareció un par de días y cuando regresó con su familia propuso buscar una solución. “Nos dijo que hagamos una especie de votación y entre lágrimas, mis hijas y yo decidimos que él se fuera de la casa definitivamente porque ya no podíamos más”, comenta Mayra y confiesa que esta fue la primera vez que lo enfrentaron.
Esa misma noche los hijos dormían y mientras ella se alistaba para hacer lo mismo, él aseguró la puerta de la habitación matrimonial y sacó un cuchillo que había escondido bajo la almohada. Mientras la amenazaba le gritó: “Vos te casaste conmigo y el cura dijo que sería hasta que la muerte nos separe, así que ya sabes”. Los gritos de Mayra se escucharon en todo el departamento, sus hijas intentaron entrar a la habitación y auxiliar a su madre. Una de ellas llamó a la Policía pero al llegar, les dijeron que lo único que podían hacer es sacar al agresor del lugar. “Hubo tantas noches en las que no logré dormir pero esa fue la peor, con él gritando y llorando afuera del departamento, rogando que lo perdonemos, diciendo que cambiaría”, narra. Al respecto, la coordinadora de la Defensoría del Pueblo en Azuay, Verónica Aguirre insiste en que se debe fortalecer la cultura de denuncia en las mujeres víctimas de violencia de género, con el fin de que reaccionen ante los abusos y tomen acciones legales. El artículo 558 del Código Integral Penal del Ecuador establece doce alternativas para proteger a las mujeres víctimas de violencia de género. Una de estas se enfoca en la prohibición a que el agresor se acerque, obligándolo a dejar el hogar e impedir que esté presente en los mismos lugares que la víctima.
Mayra se amparó en la Ley y al día siguiente, temprano por la mañana tramitó una boleta de auxilio. Era octubre de 2016 y Josué ya no podía acercarse a su familia. Sin embargo, seguía llamando y merodeando el departamento, pidiendo hablar con su esposa, quien para entonces había reforzado la seguridad de la vivienda. Un día, mientras ella esperaba en la parada del bus para dirigirse a su trabajo, el hombre apareció y le pidió que conversaran. Cuando Mayra intentó pedir auxilio desde su celular, él le mordió las manos y la arrastró en la calle. Los gritos de la víctima alarmaron a la gente y Josué huyó. El último día de ese octubre, Mayra lo evoca con terror. Su expareja logró entrar a la casa mientras ella no estaba. Al llegar del trabajo la mujer se encontró con el hombre en medio de las escaleras. Él tenía a su lado un tanque de gas con la válvula abierta. “Tus hijos están arriba, me dijo. Yo no quise llegar a esto pero vos me obligaste”. La llevó a la habitación y mientras avanzaba por el pasillo vio a su hijo de seis años con la mirada confundida frente a una computadora. Al entrar al cuarto, la imagen fue de sus tres hijas atadas de pies y manos, dos sobre la cama y la otra en una silla. El agresor había desconectado el teléfono y el olor a gas se percibía en todo el lugar. Después de amenazarla y llorar, Josué accedió a soltar a las menores, cerrar la válvula del gas y conectar el teléfono, con la condición de preparar la merienda y comer juntos. Mientras cenaban, un primo de Mayra llamó y pidió visitarlos para dejar una invitación a una fiesta. Cuando el primo llegó, el hombre se escondió y ella entre susurros le pidió ayuda. Mayra logró encerrarse con sus hijos en una habitación. Enseguida, el primo regresó con la Policía y arrestaron a Josué. Esa noche, no solo el olor a gas impidió que ella y sus hijos duerman, sino también el miedo. Luego de pocos días, se mudaron a vivir a otro lugar.
Los datos de la Fiscalía General indican que, 7 de cada 10 mujeres han sufrido algún tipo de violencia en Azuay y durante el 2019, tres mujeres han sido asesinadas en la provincia. Mayra evitó ser parte de las estadísticas pero su agresor fue liberado luego de ocho meses en prisión. “Sé que continúa consumiendo drogas. Ya no me ha buscado pero a veces tengo miedo de que lo haga”, dice.
Este texto fue escrito por: Leyre Reyes Bravo, Paola Gordillo Soliz y Santiago Ortiz Placencia.; y es el resultado de una iniciativa de Sin Etiquetas y se desarrolló luego de dos talleres. Cuentan con la edición de Issabel Aguilar y el apoyo de Fundación Rafalex y La Andariega.