La ferviente leche

Por Gabriela Ruiz Agila

@GabyRuizMx

Porque yo sé que para nosotras ya no existe despedida, me voy. Tomé la decisión de retomar mi trabajo como docente universitaria. Tendría que viajar a Guayaquil por varios días. Pensamos en la posibilidad de llevarte con nosotros, para experimentar por primera vez la distancia de la casa. Para nosotras existe el vínculo de la leche, la sangre de nuestras madres, la carcajada esclarecida de tu padre, y una cantidad infinita de horas mirándonos. Te voy a recordar siempre deslizando tus deditos entre mis cabellos, ensortijando las ideas más crueles y convirtiéndolas en bucles de alegría.  

El tercer día después de la cesárea, mis senos empezaron a escurrir la miel amarillenta del calostro. Mi abuela se sentó junto a mí para acompañarme y  ver cómo por primera vez su nieta alimentaba a su bisnieta. “¡Vamos! ¡Sin miedo!” –me dijo. Un calor intenso me envolvía desde los pies a la cabeza. Y un sistema de poleas inició su movimiento giratorio para agitar el mar de leche que se plantó entre mi espalda y mi corazón. Desde ese día, sentí que unos enormes cabos atados al mástil de mi cuerpo, son capaces de sostener la embarcación más desafiante en altamar. Antes de tu carita y manitos apuntando al cielo desde mi regazo, nunca me sentí en la capacidad de concebir una obra perfecta. Ahora te daba además de comer con una receta hecha a la medida producida por las largas líneas de descendencia de nuestras madres. Conjuros al silencio. Música. Palabras. Tu nombre llamándote en voz alta. 

“Debes llenarle la boca” –continuaba alentándome mi abuela. El dolor del desgarro inicial es tan terrible pero el consejo de quien ya perdió sus dos pezones por la tiñuela es claro: “Debes llenarle la boca así duela”. Intento recordar dibujar una letra c cuando sostengo uno de mis senos. Con la ayuda de una vaselina de lavanda y lino van sanando poco a poco las heridas. La saliva de esta pequeña criatura hambrienta tiene el misterio de generar más leche a medida que succiona. Lucho internamente con el miedo de no producir suficiente leche. Finalmente es un miedo material a no poder dar todo. Yo misma salgo a mi rescate y resuelvo: ¿Quién te dijo Madame que los hijos necesitan solo que les llenen la boca? Lo sabes bien. El cuerpo es el que debe darse por completo. 

En tus primeros meses, no me reconocerás más que por el olor. Primero escucharás mi voz, y seguirá el fuerte latido de mi corazón afirmando que estoy en todas partes. Soy el universo para ti. Y sabiamente, la naturaleza me trastorna con hormonas que me vuelven loca de amor mientras no duermo más que dos horas entre cada sesión de alimentación. Y tú me hiciste grandísima en muchas formas. Soy más que la arquitectura molecular orillándome a tus pies. Le agradezco a la fuerza universal por permitirme estar cuando ríes. 

Vamos juntas en el auto camino al aeropuerto. Nueve meses de lactancia de por medio y llegó el momento de separarnos. Muchas fueron mis preocupaciones. Se extinguen. Me duelen las tetas que te alimentaron. Me duelen con un sonido de gong llamándote. Esta es la última vez que te lleno la boca con mi leche y tiene que ser así, en el umbral de un viaje. Tú también viajarás. Ya lo vienes haciendo cuando elegiste desembarcar desde el lejano oriente en la celebración de mi cuerpo. Querida hija, tenemos los cabos embestidos, enredados uno con el otro,  a través de la deliciosa e incontenible eternidad porque yo sé que para nosotras, ya no existe despedida.

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Gabriela Ruiz
Investigadora en prensa, estudios migratorios y derechos humanos. Ha colaborado como articulista y cronista para diversos medios impresos y digitales del país. Ganadora del Premio Nacional de Periodismo Eugenio Espejo; segundo lugar en el Concurso Nacional de Poesía Ismael Pérez Pazmiño; entre otros. Madame Ho en literatura.

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