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Mujeres migrantes cosen respuestas comunitarias en pandemia

 

Por Agustina Verdi y Nicole Martin

Fotos: Alana Rodríguez

 

El trabajo textil es una práctica que las mujeres de culturas ancestrales han desarrollado para preservar la identidad de los pueblos. En Bolivia, especialmente, forma parte del tejido social en el territorio. Sin embargo, del paso de los telares a las máquinas de coser y con los cambios capitalistas de sentido del trabajo, este rol, generalmente ocupado por mujeres, ha tomado características de explotación: bajos salarios, interminables jornadas y pésimas condiciones laborales. Si a la tarea feminizada se le suma el ser migrante en contexto de pandemia, el escenario empeora.

Sin embargo, en la zona sur de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, en el barrio Padre Rodolfo Ricciardelli -antes conocido como Villa 1.11.14, la más grande en extensión de la ciudad-, un grupo de mujeres trabajadoras textiles y migrantes de países andinos comenzaron a reunirse para compartir cafés y mundos y, entre viernes y viernes, empezaron a pensar en la posibilidad de crear una alternativa comunitaria en un sector laboral de condiciones deshumanizantes. Estas son sus historias.

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“La costura es lo primero en un mundo que se hace pedazos”, canta la artista mexicana Laura Murcia. Así es para Yeni Chambi, una trabajadora textil boliviana de 29 años. Además de coser “lo que venga”, Yeni pone sus manos a trabajar por la transformación social como militante de género en la organización popular Barrios de pie, con la cual camina el barrio que aún llama con los números “1.11.14”. Según cuenta, allí la mayoría de las personas son migrantes y lo que abunda son talleres textiles, porque “afuera no te dan trabajo si no cumplís con los requisitos”, como lo es una dirección postal fuera de la villa.

Lo que dice hace eco en las respuesta de la Encuesta Nacional Migrante de Argentina (ENMA, 2020), que concluyó que el 37% de les migrantes señaló que su situación laboral es inestable, mientras que el 51% de la actividad laboral realizada por migrantes no pareciera estar registrada, principalmente para personas que no cuentan con documento nacional. A esto se le suma que, en el contexto de pandemia, el 53% de las personas migrantes perdió parcial (17%) o totalmente (36%) sus ingresos.

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Para Yeni, la pandemia fue una oportunidad, a pesar de que los talleres cerraron sus puertas. Desde su casa, cosió barbijos, muchísimos, llegando a 5 mil por semana. Con una máquina prestada por una amiga, trabajaba desde las 7 de la mañana hasta las 12 de la noche, junto a su marido. “Si no hubiera tenido una máquina, no sé qué hubiera hecho. Fue horrible por la cantidad de trabajo, pero sí pude ahorrar”, cuenta a Revista Colibrí. Para alimentar a sus dos hijos, iba al comedor del barrio, porque no tenía tiempo para cocinar, ni tampoco para comer.


“Si a mí me agarró COVID, yo no le di importancia, me preparé un mate con jengibre y limón y seguí trabajando”, dice Yeni. Llegó de Bolivia en 2005 y a los 16 años empezó a trabajar de costurera. Una vez, un argentino le dijo: “A ustedes (las personas bolivianas), les gusta ser explotados, dan hasta la fuerza que no tienen”. Ella cree que en parte tuvo razón, porque por el miedo a perder el trabajo, ha llegado a aceptar quedarse después de hora, aunque llegue “muerta a casa”. Aún así, lucha por hacer valer sus derechos.

En Argentina, la mayoría de les trabajadores textiles son migrantes de Bolivia, Perú y Paraguay. Según el último censo realizado en Argentina (2010), las personas de estos tres países suman casi el 60% de la población del país nacida en el extranjero. Algunas llegan engañadas con promesas de mejorar sus condiciones de vida y se encuentran con talleres clandestinos. Es muy común que se les retengan sus documentos y vivan bajo la amenaza de la deportación.

Las mujeres suman a las dificultades el desafío de maternar sin dejar de trabajar”, cuenta Camila Ibáñez, docente integrante de la Asamblea Feminista del Bajo Flores, nacida en noviembre de 2018 y de la Red de docentes, familias y organizaciones del Bajo Flores. Se debe amamantar, criar, y cuidar frente a la máquina y si el niñe ya es grande y puede caminar, más vale que no circule por el taller, que no llore, que no distraiga a la mamá u otres trabajadores, porque puede causar problemas que resultan muchas veces en despidos.

Si el taller es legal, el trabajo está más regulado, pero las condiciones de explotación son generales: las jornadas siempre superan las 10 horas diarias. En blanco, sí tienen descansos y comidas aseguradas por la ley. En cambio, en el ámbito clandestino se sostiene la modalidad de “cama caliente”, en la que se duerme en el lugar donde son explotadas, sin descanso ni cobro asegurado.

En cooperativas textiles, maternar no debería devenir en posible despido y son las compañeras de trabajo las que colaboran con esa crianza, también están quienes arman taller en el domicilio. “Aún así el trabajo es muy sacrificado, para hacer prendas que finalmente compitan en el mismo mercado que las confeccionadas en talleres tradicionales, las jornadas son muy extensas y el sueldo, bajo”, dice la docente feminista. La modalidad de pago es a “destajo”, es decir que se cobra por prenda realizada. Esta se paga el 10% del precio de venta y el resto es ganancia para las marcas millonarias.

El rubro textil plantea un sistema productivo de explotación. Cuenta con una maquinaria similar a la desarrollada en 1800 que no se actualiza porque sigue siendo más rentable mantener las formas de producción y de contratación actuales que costear los gastos del desarrollo tecnológico. Las condiciones casi esclavas se mantienen con la dificultad de las personas del rubro para acceder a recursos: ni vivienda ni redes de contención y ayuda. 

En el Barrio Padre Rodolfo Ricciardelli, la pandemia trajo reducción de jornadas laborales y de salario por la poca demanda de cortes y la presencia de niñes que bajaron el ritmo del trabajo al no haber clases presenciales. Trabajar en el hogar también fue un problema por no tener máquinas o por el poco espacio físico para ubicarlas. Contraer el virus de la COVID-19, en algunos casos, implicaba no poder trabajar y estar todo el día en la casa llevó a que incrementen exponencialmente situaciones de violencia de género.

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El espacio de encuentro surgió en el Bachillerato Popular del barrio, cada viernes. A través de un relevamiento convocado por la Red de docentes, familias y organizaciones del Bajo Flores en articulación con otras organizaciones para atender las problemática sociales que se agravaron en la pandemia, como las habitacionales, alimentarias y de escolaridad. Se abrió una convocatoria para hacer un relevamiento puerta a puerta y entregar a quien lo necesite bolsones de comida, ayuda y orientación en situaciones de violencia de género, tramitación para el cobro del Ingreso Familiar de Emergencia al que el 82% de las personas migrantes no accedió, según la ENMA.

En ese caminar del relevamiento, la Red tocó la puerta de Lucía, de 53 años. Ella había llegado de La Paz, Bolivia, en 1994, buscando un trabajo con el cual mantener a su hija a distancia. Con sus conocimientos de costura y confección, comenzó a trabajar en un taller textil coreano, que describe como explotador. Según cuenta, para entrar al taller, tenían que pasar una prueba de rapidez. “Prueban de a cinco trabajadoras y la más rápida se queda”, comenta.

“Sufrí y viví tantas cosas, trabajando con coreanos, con paisanos (personas bolivianas), en muchos lugares”, recuerda Lucía en conversación con Revista Colibrí. Hace tres años, le diagnosticaron “artritis reumatoide”, lo que le impidió seguir trabajando en el rubro textil. Según un médico que la atendió, la enfermedad puede estar relacionada con el trabajo de alto esfuerzo físico que realizó durante tantos años en los talleres.

En el espacio de los viernes, Lucía encuentra esperanza, contención y apoyo: “Nos fuimos uniendo una a una, para mí es un encuentro en el cual nos ayudamos mutuamente. Como que vas ahí y todo tu estrés y tu preocupación se borran. Es como si cargaras pilas. Realmente conocí gente muy buena, que se convirtieron en mis amigas”. En los encuentros de los viernes, sentadas en círculo en el Bachillerato popular, debaten sobre su trabajo en el rubro y muchos otros aspectos de la vida.

A pesar de que las emergencias vinculadas al aislamiento preventivo mermaron, la Red decidió mantener el espacio de diálogo de los viernes para las mujeres del barrio que, desde realidades sociales similares y voces diversas, conversan entre café y café sobre la desigualdad de género en los hogares y desnaturalizan la explotación laboral. Atravesadas por necesidades económicas y con un sentido común de saberes textiles, incluso, empezaron a pensar un proyecto productivo de confección de apósitos menstruales de tela.

“La tecnología avanza pero el tejido resiste”, afirma Tatiana, una joven trabajadora textil organizada en la Asamblea del Bajo Flores. Ella cose desde los 15 años, cuando empezó como ayudante de un taller. Luego pasó por otros trabajos y en la pandemia volvió al trabajo textil en febrero de 2021. Su familia también se dedica al trabajo textil y participa activamente en la asamblea. Lucha porque las condiciones del trabajo textil se sigan nombrando para no naturalizar la explotación. También para visibilizar que los allanamientos agresivos de la policía en los talleres clandestinos perjudican a las trabajadoras, porque secuestran sus herramientas de trabajo. 

Tatiana piensa en la labor de coser como “resistencia cultural”, propone tomar conciencia de la fuerza de la tradición que está en sus cuerpos y hacerla herramienta para empoderarse y organizarse. Aunque actualmente, muchas se dedican a prendas de moda que las grandes marcas solicitan confeccionar, desde siempre en su cultura estuvo presente la costura y el tejido. 

Madres, abuelas y ancestras trabajaron con máquinas y telares en la confección de aguayos, prendas de vestir típicas de las comunidades de sus pueblos. Por lo cual, en cada prenda trabajada, están sus manos y sus voces. Para ellas, realizar este trabajo es continuar una tradición de saberes acumulados y experiencias ancestrales. Hacerlo en colectivo es recuperar retazos para coser un nuevo mundo juntas, respetuoso con la diversidad que hay en cada una de sus historias y libre de violencias.

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Este contenido es parte de una cobertura colaborativa entre cinco medios —Distintas Latitudes (México), Morras explican cosas (México), La Antígona (Perú), La Andariega (Ecuador) y Revista Colibrí (Argentina)— de la Coalición LATAM, una iniciativa para impulsar el crecimiento de nuevos medios fundados por jóvenes periodistas. Este reportaje fue posible gracias al Fondo de Respuesta Rápida de Chicas Poderosas e Internews.

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