La otra chola
El 19,06% de las mujeres rurales de Cuenca es pobre y el 8% está en extrema pobreza. Encuesta de empleo 2017.
La canción suena todos los días (a veces me da la sensación de que es una especie de lavado de cerebro, pero soy mal pensada), es la señal de que la camioneta del gas está cerca. Se repite una y otra vez. La letra dice que a esta ciudad, Cuenca, se la quiere -entre otras cosas- por sus cholas buenas mozas, las cholas cuencanas claro. Esas cholas de las que nos acordamos sobre todo cuando vienen las fiestas: lindas, sonrientes, con su colorido traje típico, que hasta las reinas de belleza lo han lucido para representarnos.
Y entonces están María Rosa, Carmela, Hortensia, Domitila y tantas otras más. Cholas cuencanas que han envejecido, que viven lejos del Patrimonio Cultural -a pesar de que dicen que las cholas son el símbolo de identidad cuencana-, que vienen a la ciudad cada vez que tienen cosecha: acelga, espinaca y coles fresquitas recién paridas de la tierra, pero no les dejan vender, les tratan mal y les quitan sus productos. No pueden tener un puesto fijo en ningún mercado porque ellas no vienen todos los días, sino cada vez que sus hortalizas están listas. Llevan a sus casas panelita, sal y pan que les dure por lo menos quince días. Son cholas que aman su tierra y sus animales, que lucen sencillez y sonrisas. Esas son las cholas que presentamos en estas fiestas de Cuenca.
Rosa Tenempaguay
Tiene 59 años, pero no parece, dice que su secreto es cuidarse del sol. Vende hortalizas y ataditos de fresco con florcitas que ella cosecha. Viene de San Miguel de Sayausí a Cuenca dos veces a la semana. Para eso coge el bus, excepto cuando llueve porque entonces los buses ya no suben y tiene que contratar una camioneta que le cuesta 2,50 dólares hasta la entrada de la ciudad o cinco directo al mercado Diez de Agosto.
Ella madruga a coger un puesto en el mercado hasta que lleguen las dueñas de esos puestos, luego deambula por el lugar evitando a los guardias que suelen quitarles sus productos o mandarles sacando.
Es viuda desde hace seis meses, su esposo murió a causa del alcohol. Rosa dice que «se pegaba los traguitos» y como tenía mal carácter, de borracho le pegaban. Ella le curaba y volvía a pasar lo mismo, hasta que un día falleció. Tiene siete hijos, cinco viven con ella y tres de sus hijas son madres solteras. No le gustaría vivir en la ciudad porque tiene sus animalitos y con ellos se divierte.
Carmen Chimborazo
Carmen o Carmela, que para ella da lo mismo. Tiene 79 años y viene de Sayausí a Cuenca cuando tiene cosecha: una vez a la semana, dos al mes; y para eso coge dos buses. Vive sola, bueno, acompañada de sus “perritos”, “gatitos” y “cuicitos”. Sonríe tanto que parece que se le puede ver el alma.
Su esposo la dejó viuda hace 20 años, luego de caerse por borracho. Ella lo extraña, dice que, aunque era malo, le pegara y hasta le mandara al hospital en una ocasión, aún le da pena su muerte. No tuvo hijos.
No le gusta la ciudad, dice que está enseñada a trabajar en la tierra, a sembrar y cosechar. “Y aquí (ciudad) donde para tener ni una planta”. Los guardias del mercado no le dejan vender sus productos, para ella son “el demonio, hablan, insultan”.
Hace poco se cayó mientras hacía la huerta de su casa, se rompió el brazo y la cabeza: “hasta pensar ya estuve echada en el suelo”. Anda adolorida, le cuesta cargar la canasta.
Hortensia Guambaña
Viene de Baños, tiene 80 años y repite con mucho orgullo que empezó a trabajar la tierra y vender la cosecha con su mamá desde que tenía 12.
Se queda en la ciudad hasta las 16:00, después de esa hora ya no puede ver, pide ayuda para cruzar la calle y para subirse al bus. Dice que pasa triste en su casa porque ya no ve.
Hortensia también es viuda y su esposo también falleció en una borrachera hace 40 años. Ahora vive con su hijo al que le “botó” la mujer. Dice que no le gustaría vivir en la ciudad porque ya tiene su casita aunque sea viejita y su “piti tierrita”.
Se dedica a trabajar la tierra, vende cebolla, ajo, manzanilla, entre otras cosas, ella también tiene que esquivar a los guardias del mercado porque no le dejan vender.
Domitila Bravo
Tiene 87 años, camina a cuenta gotas y cada vez que habla la ternura se posa en el aire. Viene una vez a la semana desde San Pedro del Cebollar y con ella trae ataco, espinaca, toronjil, acelga, entre otros. “Ruego que me den subiendo en el bus las cosas”, cuenta.
Ella vive sola, es viuda. A su esposo le dio un derrame en una de sus borracheras hace 35 años. Tiene cinco hijos, uno vive en Quito y otro se quedó ciego a causa de la diabetes.
A pesar de que recibe el bono del Gobierno, ella va al mercado para vender sus productos y vivir mejor. Tampoco le dejan vender, dice que siempre le quieren quitar las cosas.
Magdalena Albarracín
De la parroquia de Baños, tiene 64 años y cuatro hijos. Vive con su nieto de 13, la mamá del pequeño es madre soltera y trabaja. Magdalena no es viuda, pero se separó de su esposo hace 15 años.
Viene a la ciudad una vez al mes o cada 15 días “cuando tengo verduritas». Contrata un carro que le traiga, es más caro, pero ella ya no puede cargar.
Dice que pasa sembrando y cultivando la tierra. Es tímida y curiosa a la vez, como una niña.
Fotografía: Jenn Arízaga.
Texto: Daniela Idrovo.