"Ni yo misma sé cómo lo hago"
Por Luisa Cortés
Amanda tiene el cabello castaño oscuro, ojos grandes de un color café muy claro, unas cicatrices pequeñitas en sus mejillas y un lunar en la parte derecha de su rostro. Es viuda, tiene 31 años de edad y es la mamá de un niño de cuatro y una adolescente de 15 años. La pandemia la obligó a encerrarse sin dinero, ni contención y a duplicar sus horas de cuidado.
Minutos antes de comenzar la entrevista, Lupe, su hija, corre detrás de su hermano Estefan pidiéndole que no haga bulla porque mamá va a conversar con alguien. Amanda se acomoda frente a la pantalla del celular, está sentada en el comedor de su casa, a su alrededor hay varios juguetes y algunas prendas de ropa cuelgan sobre una silla. Se escucha el sonido de la lluvia. Es un día bastante frío y lluvioso en Cuenca.
Se recoge el cabello, revisa que el audio esté correcto, que la imagen se vea bien y empieza a contar cómo ha hecho para sobrellevar la pandemia y la crianza de sus hijos sola.
Amanda Cecilia Solís se fue de su casa cuando tenía 16 años. Se casó con Ángel, un hombre 10 años mayor que ella y el padre de sus dos hijos. Su esposo tenía distrofia muscular, estuvieron juntos durante 13 años hasta que él falleció. “Me enseñó el significado de vivir con amor y en paz”, dice Amanda al recordarlo. Ángel falleció sin conocer a su segundo hijo. Debido a la enfermedad de su esposo, la familia recibía el bono del gobierno, pero cuando él murió se quedaron sin ese ingreso.
Fue en 2017 cuando empezó a trabajar como vendedora ambulante, vendía comida en las calles de Cuenca, ganaba mensualmente entre $60 y $120, dinero que distribuía para cubrir los principales gastos.
Desde mediados de 2017, Amanda hacía parte del grupo de personas que el Instituto Nacional de Estadísticas y Censos del Ecuador (INEC) clasifica como subempleados, es decir, que recibía ingreso inferior al salario mínimo y que trabaja menos de la jornada legal, pero “que tiene el deseo y disponibilidad de trabajar horas adicionales”.
Antes de la pandemia, Amanda distribuía su día entre las labores de la casa, las tareas de su hija, el cuidado de Estefan y preparar las humitas, quimbolitos y postres que vendía todas las tardes en las calles de la ciudad. Más de 12 horas de trabajo.
Las mujeres realizan un 9,9 % más de trabajo no remunerado que los hombres. Por cada $100, se “ahorran” hasta $32 por el trabajo no remunerado, esto según las estadísticas del INEC del año 2017.
Pero desde marzo de 2020, cuando se decretó el aislamiento obligatorio en el país, Amanda se quedó sin ingresos económicos y cuentas pendientes. No fue la única en esta situación, el porcentaje de desempleo para las mujeres subió de 4,6 % a 15,7 % en 2020.
Dejó de recibir dinero, pero nunca de trabajar. Se incrementaron las horas de cuidado, de limpieza del hogar y la desesperación de conseguir dinero para pagar la renta del lugar en donde vivía. No pudo con lo tercero, empacó todo y junto a sus dos hijos regresó a la casa de su madre.
Los problemas no pararon. La casa de su infancia había cambiado, las reglas y costumbres de su familia también. Un espacio extraño, junto a una familia que ya no era la misma. Los reproches eran constantes: tus hijos hacen mucha bulla, la comida no alcanza para tantos, el espacio es pequeño.
La situación era complicada también para sus hijos. Lupe estuvo a punto de perder el año escolar, no tenía internet en la casa de su abuela. Durante 15 días se quedó junto a su familia paterna para igualarse y hacer todos los trabajos, así logró terminar el décimo de básica.
Pasaban los meses, la situación no mejoraba, los recursos eran más escasos y los reclamos constantes. Con ayuda y donaciones de varias personas decidió salir de la casa de su madre en septiembre. Consiguió un departamento pequeño y comenzó una nueva travesía con sus hijos.
“Decidí no esperar que caiga la plata del cielo, decidí buscarlo”, dice Amanda. Comenzó a ofertar comida por Facebook. “En un día bueno vendía mis 30 dólares, pero también tuve días donde no vendía ni cinco dólares”.
Logró mantenerse así hasta que encontró un trabajo temporal. Desde hace dos meses Amanda limpia una casa. El ingreso le permite cubrir los gastos básicos y no ha dejado de vender salchipapas, quimbolitos, humitas, cakes, y donas para el café de la tarde.
Entre tanto cambio e incertidumbre, Amanda rescata que el encierro le permitió fortalecer la relación con Lupe y Estefan. Ahora su hija cuida de su hermano durante las cinco horas diarias que su mamá emplea al limpiar una casa extraña. Confiesa que se siente apoyada por su hija, pero también le preocupa dejarlos solos en casa. La ausencia de esas horas se reemplaza con llamadas y mensajes.
“Ni yo misma sé cómo hago a ratos”, dice esta madre para resumir su vida en pandemia.